Después de
agua
La gota cayó
sin saber, sin saberse de dónde. Y a pesar de caer en la tierra ausente de
vegetación permaneció casi redonda, sin destruirse como sus compañeras gotas,
sin ser absorbida por la superficie.
La gota cayó sin saber en dónde. Tres días soleados
vinieron y se fueron, y la gota sin evaporarse, sin regresar a casa, sin
siquiera saber qué es una casa. ¿O acaso era una lágrima?
Una señora de avanzada edad caminaba por la tierra,
con nueve leños de tamaño regular sobre sus hombros. Una mañana, muy de mañana,
vio a la gota sobre la tierra. Sus ojos se abrieron más que de costumbre, pues
para ver tanta tierra tan sólo es necesario imaginarla. Su infancia estaba
ahora tan lejos del mar, más lejos aún que las montañas que derivan del mar.
Esa gota traslúcida era ahora como una medusa, cuando
en temporada de calor la marea suda tanto que expulsa a miles de ellas. Siempre
pensó en lo bello que se vería un collar hecho de medusas, aunque el dolor de
la piel quemada fuera el precio. Cogió la gota y la contempló entre sus manos
una hora. Una gota que humedece a quien la toca, pero que conserva su peso y
tamaño, es digna de contemplarse por años.
Casi redonda, casi agua, la gota cayó sin saber en
dónde. Desde entonces recorrió la tierra sin tocarla, hermanada con una
superficie suave y arrugada de piel en el seno de la anciana.
Soy el corazón de un mar, pensó la gota.
Cuando el corazón de la anciana cumplió con su
recorrido sin saber en dónde, la gota se desprendió y rodó hasta llegar al
vientre que había permanecido intacto. Vino entonces el tiempo de los ríos y
luego mares, mares que después fueron desiertos, lugar donde habita el
pensamiento.
Cuando mires la luna sabrás que en ella existe agua,
aunque nadie la haya visto. Aunque no
puedas tocarla.
Miguel Ángel León Govea/enero 2014
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